Indemnizaciones por despido y nueva prestación de servicios: pérdida de la exención (art.1 RIRPF)
Debo reconocer, con carácter liminar, que no he sido capaz de alcanzar una conclusión definitiva sobre el sentido con el que el artículo 1 del reglamento del IRPF emplea el término «desvinculación»; porque unas veces pienso que lo hace con un significado vulgar, adherido al terreno de los hechos, y otras creo que con una acepción jurídica.
Y, pese a haberlo intentado muchas veces, no he logrado extraer un desenlace categórico sobre un enunciado que, para la comodidad de quienes estén interesados en comprender mi razonamiento, reproduzco a continuación aligerándolo de lo superfluo:
«El disfrute de la exención prevista en el artículo 7.e) de la Ley (…) quedará condicionado a la real efectiva (sic) desvinculación del trabajador con la empresa. Se presumirá, salvo prueba en contrario, que no se da dicha desvinculación cuando en los tres años siguientes al despido o cese el trabajador vuelva a prestar servicios a la misma empresa o a otra empresa vinculada a aquélla (…)».
La «desvinculación» se impone con el fin de poder aplicar la exención que para las indemnizaciones por despido o cese del trabajador prevé el artículo 7.e) de la Ley del IRPF, pero ¿se exige como una simple situación de hecho o como una circunstancia de derecho?
En un sentido vulgar ‒como coyuntura de hecho‒, la «desvinculación» sólo admite dos significados.
Uno es ‒porque lo impide el propio artículo‒ imposible de admitir: que el trabajador despedido no vuelva a entablar vínculo alguno ‒de ninguna clase‒ con su empleador. Conforme a este alcance, no se produciría la «desvinculación» si, desmesurando el ejemplo, un dependiente de unos grandes almacenes, tras su despido, acudiese a ellos a adquirir algún producto. Porque esa transacción ya establecería un nuevo nexo jurídico entre comprador y vendedor que impediría considerar que tuvo lugar aquella «desvinculación».
El otro ‒el único alternativo‒, que se produzca la desaparición de un vínculo muy concreto y específico: el que unía al trabajador con la empresa que lo despide o cesa. Algo que siempre sucederá también cuando se constituya, a continuación, una nueva relación entre las partes, excepto que todo ‒repito: todo‒ el contenido jurídico de la inicial perviva íntegro en la segunda, haciéndolas de distinción imposible.
Las tentadoras medias tintas ‒comenzar a elucubrar sobre la naturaleza jurídica que debería tener una nueva relación para determinar si, pese a ella, se ha producido o no la «desvinculación» que se exige‒ no son propias de los hechos, sino de las calificaciones jurídicas.
Porque, ¿quién decide, de entre el casi infinito abanico de relaciones jurídicas que pueden existir entre la compra de un producto por el dependiente en los grandes almacenes que le despidieron y su recontratación en idénticas condiciones a las previas con la sola y exagerada ‒para que se me comprenda‒ excepción de reducir su salario en un céntimo, en cuál de ellas se debe situar el fiel de la balanza? ¿Quién ubica el punto a partir del que ya no se podría tener por producida la «desvinculación»?
La duda no se puede despejar en el terreno propio de los hechos, sino en el del derecho. Y, dentro de este, no con el artículo 1 del reglamento del IRPF, desde el luego, sino con el derecho civil (ECLI:ES:TS:2010:737); conforme al cual la «desvinculación», como concepto jurídico, tendrá lugar siempre que uno sólo de los derechos y obligaciones de todo el haz que englobe una relación jurídica deje de subsistir en la nueva excepto que ello determine la existencia de una novación impropia o modificativa.
Por tanto, cuando la novación sea propia o extintiva habrá «desvinculación» en el plano jurídico. Y si es impropia o modificativa no la habrá. Aunque ‒es verdad‒ en tal análisis deberá prescindirse parcialmente del elemento subjetivo, para poder dar cabida entre las novaciones impropias también a aquellas en las que quien aparezca como parte sea una «empresa vinculada» con quien lo fue en la relación novada.
Dicho lo anterior, la duda subsiste: en el artículo 1 del Reglamento del IRPF ¿se exige la «desvinculación» como una simple situación de hecho o como una circunstancia de derecho?
El artículo 1 del reglamento comienza exigiendo una «desvinculación real [y] efectiva». Si se atiende a la pleonástica adjetivación con que se adoba el término, todo parece dar a entender que la «desvinculación» se exige como una mera circunstancia de hecho.
Bastaría, pues, que la relación jurídica nueva no incluyera alguno de los derechos y obligaciones de la anterior ‒por mínimo que fuera‒ para que la «desvinculación» se tuviese por producida en el terreno fáctico. Aunque, en el jurídico, se tratase de una simple novación modificativa o impropia.
Con la sola salvedad, claro está, de la simulación, ya que la divergencia entre la voluntad real y la manifestada también pertenece al terreno de los hechos. La «desvinculación real [y] efectiva» del artículo 1 del reglamento parece exigir su contraposición con la «desvinculación simulada»; no habría «desvinculación» si lo que se estuviese produciendo fuese una mera simulación de la terminación del vínculo jurídico inicial que, oculto, se mantuviese subsistente.
Dicha ocultación resulta, por sí sola, prácticamente imposible. Hoy en día no parece viable ocultar una relación ‒sobre todo si es laboral‒ fingiendo que no se mantiene relación de tipo alguno. Para que la simulación pueda tener algún éxito es precisa una adicional, que tiene carácter instrumental: se deberá aparentar que se ha establecido otra relación diferente que sirva para dar cobertura a los inevitables signos o rastros exteriores que dejará la relación que pervive oculta.
De esa forma, y dependiendo de las circunstancias, sí puede resultar viable enmascarar que el contenido íntegro de la relación jurídica previa –insisto, todo su haz de derechos y obligaciones‒ sigue vivo y hacer creer que se ha extinguido y que se ha entablado otra nueva y diferente.
Conforme a esta aproximación la primera frase del artículo 1 del reglamento estaría declarando una simple perogrullada: que el disfrute de la exención de una indemnización por despido exige que la terminación de la relación jurídica no se haya simulado. Digo que es una simpleza porque eso ya lo dice el artículo 16 de la Ley General Tributaria.
La afirmación sólo deja de ser una necedad si se considera como una mera introducción o premisa para la segunda frase del artículo; con la que se estaría invirtiendo la carga de la prueba que, con carácter general, impera en aquel artículo 16. Si una simulación debe acreditarla quien ‒normalmente la AEAT‒ defienda su existencia, en estos casos, por el contrario, ello no será necesario y se podrá presumir o dar por existente, incumbiendo la acreditación de su inexistencia a aquél que así lo afirme ‒normalmente, el despedido‒.
Siendo esto así, el artículo conllevaría implícita una presunción que se suele pasar por alto. Y que, desde luego, la AEAT nunca tiene presente. Que la nueva prestación «de servicios a la misma empresa o a otra empresa vinculada a aquella» es, también, simulada. Esto es, la circunstancia que permite presumir que la extinción de la relación ha sido simulada es, también, una simulación.
Obvio; porque el mantenimiento oculto de la relación inicial será, normalmente y salvo excepciones extraordinarias, físicamente incompatible con el establecimiento de una nueva relación jurídica que sea real o verídica, de modo que todo el entramado demanda que esta sea, igualmente, fingida.
Así, el reglamento contiene, en realidad, dos presunciones que son interdependientes. Una; que la extinción de la antigua relación es simulada. Y otra; que la existencia de la nueva relación también lo es. Esa dependencia recíproca supone que una no puede existir sin la otra. De suerte que, si se logra refutar convincentemente cualquiera de ellas, la otra caerá por su propio peso y el artículo 1 del reglamento del IRPF devendrá inaplicable al caso. Es decir, no se perderá el «disfrute de la exención» en virtud de él sino, en su caso, a consecuencia de otra norma jurídica.
Aunque falsar cualquiera de las dos presunciones de simulación que han quedado señaladas exige pruebas de carácter negativo ‒siendo muy difícil, por tanto, lograrlo‒, puede ser algo más accesible acreditar que la nueva relación no se está simulando, que es real y verdadera, que demostrar que la primera no pervive oculta.
Decía antes que la AEAT ‒y, por mimetismo, también los tribunales‒ pasa por alto la segunda presunción de simulación porque para ella el artículo se ha convertido en un mero instrumento recaudatorio. Y cree que el establecimiento de una nueva relación le autoriza, sin más, a negar el disfrute de la exención sin comprender por qué se lo permite realmente ni preocuparle en absoluto qué debe ser probado para que ello no sea así. En relación con esto último, y aun consistiendo la actividad probatoria en algo tan simple como convencer, le basta con blandir el lema que, tan firme como tristemente, hace tiempo adoptó; no me dejaré convencer de absolutamente nada que pueda perjudicar mi recaudación.
El problema para ella ‒para la propia AEAT‒, es que suele negar la exención de una indemnización teniendo por cierta la existencia de una nueva relación y afirmando que, desde tal momento, corresponde al obligado tributario la carga de la prueba; sin indicar, por supuesto, ni qué debe probarse exactamente ni, desde luego, mediante qué elementos alcanzaría ella, razonablemente, un convencimiento diferente, limitándose a reiterar algo que ya es un apotegma, pero no feliz sino irritante: sírvase usted de cualquier medio de prueba admitido en derecho.
Si alguien oye eso hoy, debe saber que jamás podrá probar nada ante quien se lo haya dicho. La prueba, en el fondo, le importa bien poco a la AEAT porque es conocedora de que, para estos casos y teniendo por cierta la existencia de una nueva relación entre el despedido y su antiguo empleador, habrá hecho presa también ante los tribunales de justicia.
Quienes, sin embargo, deberían comenzar a darse cuenta de que es la propia AEAT la que, al tener por existente una nueva relación como único soporte para negar la exención de la indemnización, está ofreciendo el medio de prueba más convincente que existe para desbaratar la presunción que contiene el reglamento del IRPF.
Si ella misma afirma que tal nueva relación existe, creyendo que con eso le basta, como por ensalmo, para aplicar el artículo 1 del reglamento, simultáneamente le está negando su condición de ficticia o simulada y, de ese modo, está desmoronando toda la tramoya que lo sustenta. Porque el artículo no se sostiene, como he dicho, ni su presunción puede mantenerse, si la nueva relación es real, verdadera, no simulada.
No hay una sola ocasión, en fin, en la que la AEAT haya aplicado correctamente el artículo 1 del reglamento del IRPF; porque siempre muestra un convencimiento absoluto (quiero decir, considera plenamente probado ante ella) que la segunda relación es verídica, cierta, auténtica, innegable; y no simulada. Y sin tal simulación ‒que el reglamento presume‒ no es posible aplicar su artículo 1 en tesitura alguna.
Después de todo lo dicho, vuelve a aparecer la duda de si la presunción que establece el artículo 1 del reglamento no va referida al hecho de la «desvinculación» en sí, sino al de su naturaleza jurídica. ¿Está presumiendo el reglamento que, en los casos que contempla, existe una novación modificativa y que, en su caso, corresponde al obligado tributario acreditar que se trata de una extintiva?
Sería extraño, porque las presunciones no son más que un instrumento para tener por probadas determinadas circunstancias de hecho, pero no las calificaciones jurídicas que, sencillamente, no son objeto de prueba. Como dije en otro lugar, «la calificación jurídica no se “acredita” o prueba en modo alguno. Se trata de una labor intelectual que corresponde a cada cual».
Y que, en su caso, validarán los tribunales. Pero podría ser que el reglamento lo que estuviese presumiendo es que las características de la nueva relación (sea la que sea) son, en principio y salvo prueba en contrario, de tal naturaleza que conducen a calificar la novación como modificativa. En este caso, quien no quiera perder la exención de la indemnización por tal causa, lo que habrá que probar es que la novación fue extintiva.
Llegados a este punto, lo admito: no tengo criterio. No sé si la «desvinculación» la exige el artículo 1 del reglamento como un mero hecho o como una circunstancia jurídica. Porque me importa bien poco. Lo que me preocupa es saber qué tiene que probar el indemnizado para no perder su exención. La que, sistemáticamente, le niega la AEAT sin decirle, cuando menos, lo que debería probar más allá del insatisfactorio sintagma nominal «la desvinculación». Que equivale a no decir nada.
Lo que se debe probar sólo puede ser alguna de estas dos cosas: o que la nueva relación no es ficticia; o que a ella se ha llegado a través de una novación extintiva. Al convencimiento sobre la ausencia de simulación, siendo imparcial y teniendo en cuenta las exigencias formales y materiales a las que, habitualmente, está sometido hoy el establecimiento de una relación mediante la cual se presten servicios (del tipo que sean), no debería ser muy difícil de llegar si uno no es la AEAT. Al de que la novación ha sido extintiva y no modificativa se llega a través del derecho y la simple comparación de los derechos y obligaciones que una y otra comprendan.
El Tribunal Supremo tiene que decidir si el reglamento del IRPF ha ido, en su artículo 1, más allá de sus competencias (Auto de 11/12/2020; ECLI:ES:TS:2020:12038A), vulnerando el principio de reserva de ley en materia de beneficios fiscales. Yo dudo mucho que ese sea el caso.
Pero confío en que, si él tampoco lo cree, resuelva la segunda cuestión a la que dicho auto atribuye interés casacional tomando en consideración lo que ha quedado señalado. Si no para compartirlo sí, en todo caso, para rebatirlo. Aunque las partes no se lo hayan planteado así. Porque puede y debe hacerlo. El artículo 93.1 de la LJCA obliga al TS a resolver las cuestiones y pretensiones deducidas en el proceso (una de las cuales, supongo, será la de que se aplique la exención) no sólo conforme a la interpretación que él dé a las cuestiones señaladas por el auto de admisión, sino, también, «conforme a las restantes normas que fueran aplicables» entre las que, sin duda, está el artículo 16 de la Ley General Tributaria al que sirve, tan modesta como exclusivamente, el artículo 1 del Reglamento del IRPF.
Si no lo hace, probablemente esta sea otra de las cuestiones junto a las que ‒tenía usted razón‒ haya que grabar aquella locución final de la inscripción leída por el poeta italiano al iniciar su visita guiada a los nueve círculos. Porque así lo impondrán las para mí tan odiadas como, parece ser, queridas para el TS, motivaciones in aliunde; que, por cuestión de aromas, impedirán que este se vuelva a aproximar a la materia con distinto enfoque en mucho ‒mucho‒ tiempo.
Aunque aún podrá ser peor: que el TS no resuelva nada por encerrar el asunto, en realidad, una cuestión de mera valoración de la prueba ‒formidable deus ex machina del TS que le ha permitido no abordar cuestiones como la simulación con sociedades profesionales‒, vedada en casación conforme al artículo 87 bis LJCA.
Una última reflexión. Vital; porque la preparación del recurso de casación al que se refiere el auto de 11/12/2020 (ECLI: ES: TS:2020:12038A) parece muy contaminada con ello: el artículo 1 del reglamento no guarda relación alguna con el fraude de ley. El reglamento no permite, ni tiene intención de hacerlo, presumir la existencia de un fraude de ley porque el fraude de ley exige que se produzca una ruptura real de la relación jurídica originaria. Exige romperla verdaderamente, no simuladamente: en un fraude de ley, alguien, con una finalidad espuria ‒evitar tributar por la percepción de una cantidad‒, habrá concertado una ruptura ‒real‒ del vínculo jurídico que mantenía con otro. Y lo habrá hecho con el exclusivo o primordial objeto de asociar a dicha ruptura la percepción de aquella cantidad y conseguir, con ello, su exención en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas.
Eso es el fraude de ley y lleva adherida en sus entrañas la «desvinculación» misma. No es viable un fraude de ley sin una «desvinculación» entendida en el sentido que antes expliqué de modo que, versando el artículo 1 sobre una ausencia, falta o carencia de «desvinculación», nunca podrá presumirse, a su amparo, un fraude de ley sino, en su caso, una simulación. Existe una insalvable antinomia entre el fraude de ley ‒conflicto en la aplicación de la norma‒ y el artículo 1 del reglamento del IRPF.
¿O es que, en el fondo, lo perseguido por el artículo 1 del reglamento del IRPF es discriminar arbitrariamente al despedido privándole de la exención de la indemnización percibida por el simple hecho de volver a trabajar antes de 3 años, pero solo si lo hace para su antiguo empleador? ¿Respetaría, tal interpretación, la igualdad del artículo 14 de la CE o la imposibilidad de discriminación que impone su cláusula abierta: «cualquier otra condición o circunstancia personal o social»?
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Fuente: Taxlandia. Autor: Luís Lorenzo Gil