En estos tiempos de actividad frenética en materia tributaria, son recurrentes las referencias a las relaciones entre impuestos y gasto público. Desde posiciones liberales se afirma, ante toda propuesta de subida de tributos o de creación de nuevos, que, antes de adoptar esas decisiones, deben recortarse los gastos públicos superfluos. En sentido contrario, cualquier medida que implique una bajada de impuestos suele ser atacada, desde ideas socialdemócratas, por implicar un recorte de gastos que pone en riesgo el Estado del bienestar.
A mi juicio, estos términos del debate son válidos en la discusión política, pero no son los únicos en que debe plantearse. El proceso de decisión entre ingresos y gastos es, a mi juicio, el contrario al que sugiere la discusión expuesta. Cuando los ciudadanos votan a unas u otras opciones políticas, deberían estar asumiendo que implican una mayor o menor intervención del Estado. Todo ello, dentro del modelo diseñado por nuestra Constitución – Estado social, pero con una economía de mercado-, que supone un mínimo común que ya impone estrechos márgenes de actuación entre las diferentes opciones. En función de cuál sea la mayoría hay que asumir, con normalidad, que unas u otras implicarán un mayor o menor volumen de gasto público. Y ello, a su vez, determinará la necesidad de tener un sistema fiscal con mayor o menor capacidad recaudatoria.
En definitiva, las decisiones de política fiscal surgen de las decisiones de gasto y no al contrario. Tales decisiones de gasto son las que determinan el volumen de recursos públicos con los que debe disponer el Gobierno para poner en marcha su programa político. A partir de aquí, nos podrá gustar más o menos el resultado y la oposición deberá contrastar aquel programa con el suyo propio. Pero no estamos más que ante el juego democrático.
¿Significa lo anterior que no debamos, como ciudadanos, pedir cuentas sobre las decisiones de ingreso y gasto de cada gobierno? Por supuesto que no, lo único que sucede, a mi juicio, es que tal rendición de cuentas no debe producirse en términos cuantitativos, de volumen de ingresos y gastos. Dicha discusión también debe tenerse, pero es previa y se resuelve, periódicamente, a través de las elecciones.
La rendición de cuentas debe centrarse más en el cómo. Desde el punto de vista de los ingresos, los ciudadanos debemos exigir que el diseño de los tributos sea el más correcto, tanto en su configuración jurídica, como en términos de eficiencia económica y equidad. También que su aplicación sea la más eficaz posible, aproximándose la recaudación real a la que debería ser la teórica, evitando el fraude fiscal. Como jurista tengo que añadir que, todo ello, con el máximo respeto a los derechos de los contribuyentes.
En definitiva, debemos asegurarnos de estemos ante el sistema tributario justo que reclama el art. 31.1 de la Constitución y que sirve a los objetivos de política económica y social que aquélla también proclama.
Desde la perspectiva del gasto público, debemos exigir que las medidas estén bien diseñadas para cumplir sus objetivos, que procuren una asignación equitativa de los recursos públicos y que su ejecución se produzca de manera eficaz y eficiente. Como último paso, debemos demandar saber si estas políticas de gasto consiguen sus resultados e impactos. Esto es, se trata de asegurar, en sus aspectos concretos, el cumplimiento de los principios formulados en el art. 31.2 de la Constitución.
Planteado el debate en estos términos, que son ajenos a la discusión política y nos lleva más a una dimensión ciudadana, debemos preguntarnos cuál es la situación en nuestro país. El interrogante es, en definitiva, si existe evaluación de las políticas de ingreso y gasto público y si sus resultados son conocidos y utilizados. La respuesta no es unívoca, pero puede afirmarse que, existiendo deficiencias, hemos dado avances significativos en los últimos años.
Comenzando con el gasto, buena parte de las Comunidades Autónomas cuentan con normas relativas a la calidad de los servicios públicos que, con mayor o menor desarrollo y acierto, incorporan elementos de evaluación. Asimismo, algunos de los órganos de control externo autonómicos elaboran con asiduidad informes que no sólo velan por la legalidad en la ejecución del gasto, sino que incorporan análisis de eficiencia.
Pero, sin duda, el punto de inflexión en la evaluación del gasto ha venido dado por la creación de la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (en adelante, AIReF), reforzada con la incorporación permanente de una División de Evaluación. Dada su solvencia técnica y su independencia, sus servicios han sido demandados por la mayoría de las Comunidades, que les han encomendado evaluaciones generales o de aspectos parciales de su gasto público.
Ahora bien, no puede afirmarse que, con carácter general, las Comunidades Autónomas cuenten con un sistema institucionalizado de evaluación de políticas públicas. A título de ejemplo, Castilla y León realizó un esfuerzo significativo en su anterior legislatura, que se plasmó en una propuesta formulada por la AIReF para institucionalizar la evaluación en la Comunidad.
En la actualidad, se está tramitando el Proyecto de ley de institucionalización de la evaluación en la Administración General del Estado. Prevé la creación de una nueva Agencia de Evaluación que será responsable de la coordinación y supervisión del sistema estatal de evaluación de políticas públicas, así como del desarrollo de su metodología y de la selección de sus indicadores de seguimiento y evaluación. También contempla la elaboración de dos Planes de Evaluación, uno general y otro específico de cada ministerio.
Adicionalmente, se exige que los informes de evaluación se hagan públicos y que los órganos gestores de las políticas evaluadas respondan a los mismos, indicando cómo se implementarán sus recomendaciones o justificando su falta de implementación (principio de comply or explain). Dicho proyecto ha sido objeto de severas críticas –p.ej., De la Fuente, A.: Algunos comentarios sobre el proyecto de ley de institucionalización de la evaluación de políticas públicas).
Compartimos alguna de dichas críticas, a las que podemos añadir otras, como el escaso papel que se otorga en el proceso al Ministerio de Hacienda, lo que determinará, a mi juicio, serios problemas para incorporar los resultados de la evaluación al proceso presupuestario. Pero no se puede dudar de que es el primer intento para implantar en nuestro país un verdadero sistema de evaluación. Esperemos, además, que el texto sea mejorado durante su tramitación parlamentaria.
De todo lo anterior se desprende que, frente a lo que suele afirmarse, sí existe evaluación de gasto público en nuestro país, así como que se están realizando esfuerzos para constituirlo como un sistema, que funcione de manera estable y recurrente. Ello no quiere decir que no existan deficiencias, que las hay. Así, aunque los resultados de las evaluaciones son mayoritariamente públicos, no son bien conocidos por la ciudadanía ni utilizados en el debate público. Algo similar sucede en el proceso presupuestario, que no parece incorporar, por el momento, los resultados de las evaluaciones ni éstas son empleadas en la discusión parlamentaria que se plantea cada año con ocasión de la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Por poner un ejemplo, parece que interesa más la distribución territorial del gasto que conocer si los programas existentes están consiguiendo sus objetivos.
Si nos vamos al lado de los ingresos públicos, también existen elementos valiosos de evaluación. En primer lugar, cada vez que se pretende abordar una reforma fiscal, ésta suele venir precedida de la elaboración de un informe por parte de expertos. Así ha sucedido, con pocas excepciones, desde la primera reforma fiscal de la democracia en 1977. Es cierto que las recomendaciones de tales informes no siempre son seguidas en su totalidad, pero no lo es menos que no sólo estamos ante una cuestión técnica, sino que el diseño del sistema fiscal está condicionado, inevitablemente, por decisiones políticas.
Y también es cierto –y lo digo por experiencia personal- que cada uno de dichos informes contribuye a la creación de un cuerpo de conocimiento técnico, que, a lo mejor no es de inmediata aplicación, pero que será tenido en cuenta en el futuro. Los procesos de decisión en el sector público, en muchas ocasiones, son lentos y vienen determinados por la coyuntura. Sin ir más lejos, el Libro Blanco sobre la Reforma, no será de aplicación en la presente legislatura, ya que la crisis derivada de la guerra de Ucrania impide –o, mejor, hace innecesario- seguir sus recomendaciones en cuanto a la fiscalidad ambiental. Pero no cabe duda de que ésta es una de las grandes asignaturas pendientes de nuestro sistema, que será abordada en un escenario de normalidad económica.
También se realizan evaluaciones internas cada vez que se acomete una reforma de cierta relevancia en el sistema fiscal, cuantificándose sus efectos recaudatorios y distributivos, así como los que afectan a las magnitudes macroeconómicas. Del mismo modo, la AIReF elaboró un valioso informe sobre los beneficios fiscales en nuestro país, que proporciona, por vez primera, evidencias sobre su eficacia (puede consultarse aquí:
Por otra parte, la reciente Ley 11/2021 de lucha contra el fraude va a ser objeto de evaluación –una intermedia este año y la final, en 2023-, rindiendo cuentas a la Unión Europea de sus resultados, dada su inclusión en el componente 27 del Plan de Recuperación.
En el plano aplicativo, la Agencia Tributaria, por vez primera, ha elaborado un plan plurianual con indicadores que nos permiten conocer el cumplimiento de sus objetivos. Nos referimos al Plan Estratégico de la Agencia Tributaria 2020-2023, del que vamos conociendo sus resultados. Así, para medir el cumplimiento voluntario, el Plan prevé un indicador que compara la evolución diferencial de las bases imponibles agregadas con la de la demanda interna nominal. Pues bien, ya sabemos que, del último período de seis años (2016-2021), la base imponible agregada viene registrando aumentos superiores a los de la demanda interior nominal, con un diferencial acumulado en el período de 11,8 puntos, de donde podemos deducir una mejora en el cumplimiento voluntario en dicho período.
En definitiva, también las políticas de ingreso público van acompañadas de ejercicios de evaluación, que deben ser puestos en valor. Falla, de nuevo, su mejor conocimiento por parte de la ciudadanía, así como una mejor articulación de tales esfuerzos en el marco de un sistema institucionalizado.
La situación descrita, por tanto, no es tan negativa como suele decirse ni debe conducir a la melancolía. Presenta elementos muy positivos y el evidente margen de mejora que hay, será aprovechado en la medida en que los ciudadanos así lo demanden. Debemos exigir una mejor difusión de los resultados de las evaluaciones, esforzarnos también por conocerlos y demandar a nuestros políticos que formulen propuestas basadas en tales evidencias. De nosotros depende.
Luego, cada uno, irá a votar en función de sus preferencias ideológicas, pero con mayor y mejor información sobre los resultados de las políticas desarrolladas. Y debiendo saber, insisto, que unas y otras opciones inciden, directamente, en el volumen de ingresos y gastos públicos.
APTTA. Servicio de Información Actualizada (No vinculante)
Fuente: Taxlandia. Autor: Jesús Rodríguez Márquez.